El Regidor. (San Antonio, Tex.), Vol. 9, No. 346, Ed. 1 Thursday, January 9, 1896 Page: 3 of 4
four pages : ill. ; page 24 x 17 in. Digitized from 35 mm. microfilm.View a full description of this newspaper.
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%
fm
1 era del petroleo.
tinoso que produce la
sobre una mesa redon-
. cubierta cod un mantel blaneo,
en donne se hallan disponibles los
ingredientes de un ponche de ano
nuevo; mientras que justamente
en el centro, se ensanchan algu-
nas gotas de aceite caldas de la
lámpara.
Medio perdidos en la sombra
de la pantalla verde, se hallaban
sentados dos ancianos, pobres
ruinas de una época mucho ha de-
saparecida. Ambos abatidos y
trémulos tenían fija hacia adelan-
te la mirada de sus tristes ojos,
empanada por el tiempo. Uno de
ellos, el duefio de la casa, era un
viejD'militar, cosa que fácilmente
se conocía en su recia corbata es-
trechamente anudada, sus mos-
tachos puntiagudos y medio re-
cortados, y el aire marcial de su
fruncido entrecejo. Tenia con las
dos manos, como una muleta, el
gobernalle del sillón rodante en
que estaba sentado. Todo en él
era inmóvil excepto las mandíbu-
las, que movía sin cesar como en
manifestación perpetua.
El otro, sentado sobre un sofá,
cerca de su amigo, era un hombre
de elevada estatura, flaco, de
hombros estrechos, cráneo angu-
loso y frente de pensador. Sacaba
nubecillas de humo de una pipa
próxima á extinguirse. Las mil
arrugas de su rostro apergami-
nado, que se destacaba de un
marco de cabellos blancos como
la nieve, disimulaban esa sonrisa
serena y tierna que solo puede
ser puesta en el rostro de un an-
ciano por la paz del sacrificio con-
sumado.
Ambos callaban. Y en aquella
alma profunda, solo se oía la li-
gera crepitación del aceite que
arde y el murmullo ligero de la
nicotina en la pipa. De pronto en
el fondo obscuro de la sala del re-
loj con ronco timbre dió las once.
—Es la hora en que ella acos-
tumbraba á preparar el punch,
dijo el de la frente pensativa. Su
voz era blanda y algo trémula.
—Sí, esta es la hora, repitió el
otro, y su acento era rudo, como
si el eco de las voces de mando
que diera en otio tiempo tornara
á su voz.
—No hubiera yo creído que la
vida fuera tan triste sin ella, con-
tinuó el primero.
El duefio de la casa hizo un lige-
ro movimiento de cabeza y sus
mandíbulas siguieron agitándose
como siempre.
—Ella nos preparó cuarenta y
cuatro veces el ponche San Silves-
tre, afiadióelotro.
—Sí, hace cuarenta y cuatro a-
fios justos que yo vivo en Berlín
y que tú frecuentas como amigo
esta casa, dijo el Viejo soldado.
—El afio pasado, por estos dias,
siguió el otro, éramos todos muy
felices aún. Ella estaba sentada
allá en el sillón, tejiendo zapati-
1 los para el nieto Pablo. Se apresu-
raba, porque sogún decia, era
^ . preciso terminar antes de media
noche, y concluyó al efecto. Des-
pués brindamos y hablamos tran-
quilamente de la muerte. —Dos
meses después ella nos dejó. —Ya
sabes que he escrito un grueso
volumen sobre la Inmortalidad de
la Idea. Tú no has podido soportar
nunca su lectura. Pues bien, yo
he podido sufrirla desde
murió tu esposa. La Idea del
entero no vale un comino
mí.
íí.era una mujer excelente,
marido. Me cuidó siempre
y cuando el servicio
cinco de la mafia-
estaba en pie antes
má "l<"'
estuviese
bién, sus defectos, no obstante, y
cuando por ejemplo, se ponía á
filosofar contigo—¡ah!
—Tú no la comprendiste nun-
ca, murmuraba el otro, y se ple-
garon sus labios con movimiento
de cólera que reprimió al punto.
Pero la mirada que pasó larga-
mente sobre su amigo, era dulce
y triste, como si su conciencia le
reprochase alguna falta secreta.
Tras un momento de silencio em-
pezó así:
* •
—Mira, Franz, es fuerza que te
cuente una cosa que me atormen-
ta hace mucho tiempo, y que no
puedo llevar conmigo á la tumba.
—Vamos, basta de preámbulos,
dijo el duefio de la casa volviendo
á cojer la larga pipa que estaba
apoyada en el sillón rodante.
—Pasó un día entre tu esposa
y yo algo que
El viejo soldado volvió á dejar
caer la pipa y fijó en su amigo los
ojos grandes y abiertos.
—No hay que bromear, Doctor,
dijo al fin.
—Desgraciadamente hablo muy
en serio, Franz, repuso el otro.
Mas de cuarenta afios hace que
guardo este secreto, y es tiempo
de que me explique contigo sobre
esto.
—¿Querrás por ventura decirme
que la muerta me había engafiado?
gritó el militar colérico.
—¿No te avergüenzas, Franz?
dijo el amigo sonriendo siempre
con tristeza y dulzura.
El viejo soldado murmuró al-
gunas palabras distintas y encen-
dió su pipa.
—No, ella era pura como un
ángel del cielo, continuó el otro.
El culpable eres tú, y lo soy yo.
Escucha. Hace ahora cuarenta y
tres años que tú acababas de ser
enviado á Berlín como capitán, y
yo era profesor en la Universi-
dad. Tú eras entonces un tenorio
empedernido, bien lo recuerdas.
—¡Hum! murmuró el duefio de
la casa, levantando su mano tem-
blona para atuzar la guía de su
mostacho.
—Había en ese tiempo una bella
actriz de grandes ojos negros y
de lindos dientes blancos... .¿te
acuerdas? \
—¡Que si me acuerdo! ¡se llama
ba Blanca! Y una mustia sonrisa
iluminó su marchito rostro. ¡Bien
sabían morder sus dientecitos
blancos, te lo aseguro!
—Engallaste á tu esposa y ella lo
sospechaba.Peronadatedijo.y gu-
ardó su dolor dentro de sí misma.
Tú nada veías, pero yo me aperci-
bí de todo. Era la primera mujer
á quién trataba, desde que murió
mi madre. Había entrado en mi vi-
da como un astro brillante, y
como hácia un astro elevaba yo
los ojos hacia ella. Tuve el valor
de preguntarle la causa de su
pena. Me contestó sonriendo que
aún sentía delicada su salud;pues
ya te acuerdas de que tu hijo Pa-
blo acababa de nacer.
Vino la noche de San Silvestre.
Yo había llegado, como de cos-
tumbre, á las ocho. Ella bordaba
sentada y yo leía, esperándote.
Pasó una hora otra....y tú
no llegabas. La vi estremecerse,
presa de inquietud, y me estre-
mecí como ella. Bien sabía yo
donde estabas y temía que olvi-
dases, en brazos de aquella otra
mujer, la hora de media noche
que se acercaba más y más. Ha-
bía dejado ella el bordado, yo la
lectura, y pesaba sobre los dos
un silencio terrible. De pronto vi
una lágrima brillar sobre sus pes-
tañas y caer sobre la labor. Me
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levanté rápido y quise salir á bus-
carte. Me sentí capaz de arran-
carte por la fuerza del lado de
aquella mujer. Pero en el mismo
instante se levantó también tu es-
posa y dejó su sitio, este mismo
que hoy ocupo.
—"¿A donde quereis ir?" ex-
clamó. Su rostró expresó una an-
gustia indecible.—A buscar á
Franz, respondí.—Entónces ella
lanzó un .grito— "Por amor de
Dios, quedaos á mi lado siquiera
vos; no me abandonéis." Y se pre-
cipitó hácia mi. puso sus manos
sobre mis hombros y ocultó en
mi pecho 6U rostro inundado de
lágrimas, todo mi cuerpo fué sa-
cudido por un escalofrío, porque
jamás había tenido así una mujer
tan cerca de mí. Sin embargo, lo-
gré vencerme y me esforcé en
consolarla. ¡Tenía la pobre tanta
sed de consuelo!
Momentos después entraste sin
notar mi turbación. Desde aquella
noche de San Silvestre se efec-
tuó en mí un cambio que me es-
pantaba. Desde que había sentido
en mi cuello sus brazos delicados,
respirando el perfume de sus ca-
bellos, el astro había bajado de
los cielos, y en su lugar se al-
zaba ante mis ardorosas miradas,
bellas y respirando amor, la mu-
jer. Me traté de miserable, de mi-
serable, de traidor, y para recon-
ciliarme á medias con mi concien-
cia, emprendí la tarea de sepa-
rarte de la que amabas. Tenía yo
felizmente alguna fortuna y ella
aceptó la suma que por romper
contigo la ofrecí y
—¡Mil truenos! interrumpió el
viejo sorprendido. Entónces, á
instigaciones tuyas me escribió
Blanca aquella tierna carta de
despedida en que me declaraba
que le era preciso, aunque con el
corazón destrozado, renunciar á
mi amor.
—Sí, á instigación mía; pero
escucha lo demás. Había yo creí-
do con aquel dinero comprar el
rej oso, pero me engafié. Locos
pensamientos se arremolinaban
cada vez en mi cerebro. Me entre-
gué al trabajo: en esa época fué
cuando me vino la primera con-
cepción de mi Inmortalidad de la
Idea. Pero nada bastó á devolver-
nos la paz. Así pasó un afio en-
tero, y volvió la noche de San
Silvestre. Otra voz me vi sentado
junto á ella en este mismo sitio.
Esa noche tú estabas en casa;
pero dormías tendido sobre el ca-
napé en la pieza contigua. Habías
vuelto fatigado por efecto de una
alegre comida en el círculo. Yo
estaba sentado al lado de ella, fi-
jos ^los ojos en su pálido rostro,
cuando el recuerdo vino á asalt-
tarme con irresistible violencia.
Quise entónces sentir una vez
más, una sola vez, su cabeza so-
bre mi corazón, una vez más abra-
zarla y partir después para no
volver á verla. Nuestras miradas
se encentraron y creí ver brillar
en sus ojos un relámpago de se-
creta inteligentia. Y nopndemás:
arrojóme á sus pies y oculté mi
rostro encendido sobre sus rodi-
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Cruz, Pablo. El Regidor. (San Antonio, Tex.), Vol. 9, No. 346, Ed. 1 Thursday, January 9, 1896, newspaper, January 9, 1896; San Antonio, Texas. (https://texashistory.unt.edu/ark:/67531/metapth193058/m1/3/: accessed June 29, 2024), University of North Texas Libraries, The Portal to Texas History, https://texashistory.unt.edu; crediting UT San Antonio Libraries Special Collections.